La
Operación Cobra, que sacaría a las tropas norteamericanas de la empantanada
lucha del bocage normando, empezó el
25 de julio de 1944 con un bombardeo en alfombra que contó con 1.800
bombarderos pesados de la Octava fuerza Aérea. Durante el ataque la brisa alejó
el humo de señalización hacia el norte y algunos bombarderos lanzar sus bombas
antes de tiempo. Antes de corregir el error, se había producido 111 muertos y
490 heridos. De los primeros se encontraba el teniente general Lesley McNair.
Uno
de los testigos de tal error fue el corresponsal Ernie Pyle, que dejó
constancia en su libro ‘Brave Men. La batalla de Normandía 1944’, editado por
Tempus, cuya reseña de su primera parte podéis leer en el blog.
Nuestras líneas de combate estaban
marcadas en el suelo con largas tiras de tela de colores, y en el aire por humo
coloreado para guiar a nuestros pilotos durante el bombardeo masivo. Los
bombarderos en picado hicieron blanco. Los observamos al bajar desde el cielo,
veloces y directos, casi a ras de suelo. Estaban bombardeando aproximadamente a
unos 800 metros de donde nos encontrábamos nosotros. Volaban en grupos,
descendiendo desde todas direcciones, perfectamente sincronizados, uno detrás
de otro. Miráramos donde miráramos, veíamos cómo diferentes grupos de aviones
descendían, o se elevaban de nuevo, o inclinaban sus alas para bajar en picado,
o dibujaban círculos, círculos, y más círculos sobre nuestras cabezas,
esperando su turno.
El aire estaba repleto de sonidos
agudos y claros: el estallido de las bombas, los fuertes disparos de los
cañones de los aviones, el ensordecedor chirrido e las alas en fugaz descenso.
Era todo rápido y furioso, y sin embargo nítido. Y entonces, un nuevo sonido
zumbó de forma gradual en nuestros oídos, un sonido profundo que lo abarcaba
todo, exento de notas: una colosal y remota oleada de ruido funesto. Eran los
bombarderos pesados. Aparecieron justo a nuestra espalda. Al principio, eran
unos puntos diminutos en el cielo. Pudimos ver enjambres de ellos contra el
horizonte, demasiado minúsculos para distinguirlos individualmente. Se iban
acercando con una lentitud terrible. (…) Quizás aquellas oleadas gigantescas
estaban a más de tres kilómetros de distancia, puede que a más de quince, no lo
sé. Lo que sí sé es que llegaban en constante procesión, y que pensó que no
terminarían nunca. Lo que debieron de pensar los alemanes es inconcebible.
(…)
La primera gran escuadrilla nos
sobrevoló muy cerca, y le siguieron otras. Estiramos las piernas y nos tumbamos
hacia atrás, intentando mirar directamente hacia el cielo, hasta que se nos
cayeron los cascos de acero. (…) Y a continuación llegaron las bombas. Al
comienzo fue como el crujido de las palomitas de maíz y, de manera casi
instantánea, aquel sonido se transformó en un furioso y monstruoso estrépito
que parecía ciertamente capaz de destruir todo lo que teníamos delante. A
partir de ese momento, y durante una hora y media que contuvo la agonía de
siglos, las bombas no dejaron de caer. A causa de su impacto, en el cielo se
erigió un alto muro de humo y polvo; que se expandió a lo largo del suelo e
impregnó nuestros huertos; nos rodeó y se nos metió por la nariz. Incluso el
día, en principio brillante y luminoso, se fue oscureciendo lentamente. Ahora
todo era un caldero indescriptible de ruidos. Los ruidos individuales no
existían. El retronar de los motores en el cielo y el rugido de las bombas
frente a nosotros llenaban de estruendo todo el espacio de la tierra. Nuestra
artillería pesadas disparaba sin cesar a nuestro alrededor y, sin embargo,
apenas podíamos distinguirla.
Es posible quedar tan embelesado por
algunos de los espectáculos de la guerra que la fascinación le hace olvidar a
uno, momentáneamente, el peligro que corre. Eso es lo que nos ocurrió al
pequeño grupo de soldados que estuvimos contemplando el imponente bombardeo.
Sin embargo, aquel estado benigno no duró mucho tiempo. Mientras observábamos
loas aviones, nos dimos cuenta de que las hileras de explosiones se nos
acercaban cada vez más, escuadrilla a escuadrilla, en lugar de seguir
gradualmente hacia delante, tal como estipulaba el plan del ataque. Luego nos
horrorizamos ante la sospecha de que aquellas máquinas, en lo alto del cielo y
totalmente ajenas a nosotros, estuvieran lanzando sus bombas sobre la línea de
humo en el suelo, ya que… ¡una sueva brisa estaba desplazando la línea de humo
hacia nosotros! Una especie de pánico indescriptible se apoderó de todos.
Permanecimos allí, con los músculos tensos y el intelecto paralizado, viendo aproximarse
y alejarse cada escuadrilla, sintiéndonos atrapados y totalmente indefensos. Y
entonces, en un instante, el universo se llenó de un matraqueo intensísimo,
como de enormes semillas maduras en una calabaza seca gigantes. Dudo que
ninguno de nosotros hubiera escuchado aquel ruido antes, pero el instinto nos
indicó qué era. Era el sonido de las bombas, cayendo a centenares a través del
aire, encima de nuestras cabezas.
He oído muchas veces las bombas
silbar, susurrar o crujir, pero jamás traquetear de aquella manera. Todavía no
conozco la explicación al respecto. Pero es un sonido horrible. Corrimos a
protegernos. Algunos se fueron a un refugio. Otros se escondieron en pequeñas
zanjas y trincheras, y otros se agazaparon detrás de un muro de jardín; aunque
quién sabe qué lado se supone que era «detrás». Yo no tuve tiempo de llegar al
refugio. El sitio más próximo era un cobertizo para carros situado en un
extremo de la casa de piedra. El matraqueo se oía justo encima de nosotros.
Recuerdo que me tumbé plano al suelo,
con las piernas y los brazos extendidos, como en los dibujos animados cuando a
los personajes los aplasta una apisonadora; y luego, deslizándome como una
anguila, me metí bajo uno de los pesados carros que había en el cobertizo.
Un oficial al que no conocía estaba
retorciéndose a mi lado. Los dos dejamos de movernos al mismo tiempo, sintiendo
de forma simultánea que era inútil avanzar más. (…)
Es imposible describir el estrépito
y la furia de aquellas bombas, salvo decir que era un caos, y una espera de la
oscuridad. La sensación que producían las explosiones era impresionante. El
aire nos golpeaba en cientos de ráfagas continuas. Un sonido metálico
martilleaba nuestros oídos. Y sentimos unas breves y rápidas oleadas de
conmoción en el pecho y en los ojos.
Al fin el ruido cesó y nos miramos
con incredulidad. A continuación, fuimos abandonando gradualmente las
trincheras y los espacios donde nos habíamos tumbado y salimos a ver qué nos
deparaba el cielo. Por lo que pudimos distinguir, a nuestras espaldas se
acercaban nuevas oleadas. Cuando una de ellas nos pasó bien por el lado, dimos escandalosas muestras
de gratitud, pues la mayoría volaban justo sobre nuestras cabezas. Una y otra
vez, el traqueteo metálico se cernió sobre nosotros. Las bombas estallaron en
el huerto que quedaba a nuestra izquierda. Estallaron en los huertos que
teníamos delante. Y nos estallaron detrás, a una distancia de 800 metros. En
torno a nosotros todo quedó devastado, pero nuestro grupo resultó ileso.
(…)
Cuando abandonamos aquella
ignominiosa horizontalidad y nos pusimos otra vez en pie para observar nuestro
entorno, supimos que el error había descubierto y subsanado. Las bombas estaban
cayendo nuevamente donde les correspondía: a un kilómetro y medio, más o menos,
frente a nuestros posiciones. Incluso a esa distancia, poco más de un
kilómetros y medio, un millar de bombas explotando en cuestión de segundos
pueden sacudir la tierra y fragmentar el aire. Nuestros corazones aún estaban
aterrorizados, pero, a medida que el tumulto y la destrucción se desplazaban
poco a poco hacia delante, paulatinamente nos fuimos serenando.
Pág.
192-197
Libro:
Brave Men. La batalla de Normandía 1944
Autor:
Ernie Pyle
Editorial:
Tempus.
Excelente minuta sobre esta operación militar que permitió el avance aliado en el frente de normandía.
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