Mostrando entradas con la etiqueta Memoria Crítica. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Memoria Crítica. Mostrar todas las entradas

jueves, 30 de enero de 2014

Leningrado

El asedio de Leningrado, ciudad a orillas del Neva, cuna de la Revolución de Octubre, joya cultural de Rusia, duró 872 días. Hitler, en un acto de infinita crueldad como solo él podía hacer, quiso someter a sus habitantes por el hambre y ordenó mantener un bloqueo total. Los padecimientos sufridos por la población civil son indescriptibles. Sin una suficiente preparación por parte de las autoridades soviéticas, su negligencia y su falta total de insensibilidad, unido al bloqueo alemán, se desconoce con exactitud cuántos ciudadanos de Leningrado murieron durante todo el asedio. El sufrimiento de los habitantes es una de las páginas más oscuras de la negra historia del Frente del Este en la 2ª Guerra Mundial.

Elena Martilla era estudiante de bellas artes en Leningrado cuando se produjo el asedio de la ciudad. El profesor de esta artista de 18 años le dijo: «Sal y dibuja todo lo que veas… tenemos que preservar esto para la humanidad. Hay que advertir a la generaciones venideras sobre el deleznable horror de la guerra».

Y eso hizo.

Tras la guerra se vio obligada a esconder su cuaderno de dibujos del asedio para que no lo encontrara la NKVD. Llegada la década de 1980 tan sólo se le permitió enseñar un par de dibujos; le dijeron que eran demasiado «psicológicos», demasiado «pesimistas». Años más tarde, en 1991, recibió una invitación de una importante galería de arte para exhibir todas sus obras. La invitación procedía de Berlín.

Por primera vez en su vida, Martilla vio sus dibujos del asedio, más de ochenta, expuestos en tres salas separadas. Durante la exposición conoció a algunos de los veteranos alemanes que habían participado en el sitio. «Las palabras sobraron», dijo Martilla. «Podía leerlo en su ojos: “Yo estuve en Leningrado”.» Recorrió la exposición con algunos de ellos, que le preguntaron sobre la vida en la ciudad asediada; a continuación, se detuvieron. «Permanecieron allí quietos, con lágrimas en los ojos», recordó Martilla. Después, uno de ellos dio un paso al frente. «Le pedimos que nos perdone», dijo. «Nada de esto era necesario desde el punto de vita militar. Tratamos de acabar con sus vidas, pero nos destruimos a nosotros mismos como seres humanos. En nombre de todos nosotros, le pido que nos perdone.» A medida que oía estas palabras, a Martilla le vino a la cabeza otro recuerdo del asedio: la cruel indiferencia de las autoridades de Leningrado hacia el sufrimiento de los habitantes de la ciudad. Ellos nunca pidieron perdón. «La guerra es terrible –contesto–, pero mi lucha es contra el fascismo, no contra el pueblo alemán. Y el fascismo existe en todos nosotros.»
(Pag. 325)


La cifra oficial de fallecidos en el asedio por frío, hambre y los ataques alemanes es de 632.252 civiles. Dmitry Likhachev, superviviente de la ciudad, se preguntó internamente “¿Quién se encargó de contar a los que se hundieron bajo el hielo, a los que fueron recogidos por las calles y llevados directamente a los depósitos de cadáveres y de los pueblos cercanos que habían huido a Leningrado? ¿Y con el resto, con los refugiados que no tenían papeles, que murieron sin cartillas de racionamiento en las viviendas sin calefacción que se les asignaron?”. (Pag. 321).

Otras fuentes indican que la cifra real se encuentra entre millón y medio y dos millones de civiles muertos. La mayoría fueron enterrados en fosas comunes, muchas de ellas situadas en el cementerio Piskarióvskoye. En uno de sus muros se puede leer un poema de Olga Berggolts:


Aquí yacen leningradeses:

Aquí hay ciudadanos – hombres, mujeres y niños
Y junto a ellos, los soldados del Ejército Rojo.
Ellos, defendieron Leningrado,
La cuna de la Revolución
Con todas sus vidas.
No podemos enumerar sus nobles nombres aquí,
Hay muchos de ellos bajo la protección eterna de granito.
Pero sabed esto, aquellos que consideran estas piedras:
Nadie se olvida, no se olvida nada.


Autor: Michael Jones
Título: El sitio de Leningrado. 1941-1944
Editorial: Memoria Crítica


Aproximación personal:
Los dibujos de Elena Martilla son estremecedores, y varios de ellos acompañan el libro de Michael Jones editado por Memoria Crítica. Cada uno de ellos guarda una terrible historia y nos muestran el sufrimiento de seres inocentes dibujados por una de las personas que los padeció.

miércoles, 1 de mayo de 2013

Berlín La caída 1945


Götterdammerung


La historia siempre concede una mayor importancia a los acontecimientos terminales” dijo Albert Speer a sus interrogadores aliados. Con esta lapidaria frase Antony Beevor empieza su ensayo sobre la batalla de Berlín. Y es posible que con ella se resuma la fascinación con que se estudia el fin del III Reich. Auténtico “Götterdammerung”, el Crepúsculo de los Dioses.

Tomar la ciudad de Berlín era el premio final para los aliados. El centro de poder de los nazis: desde donde Hitler había lanzado su política agresiva y desencadenado la más brutal de las guerras que ha conocido la humanidad. Para los dirigentes del III Reich Berlín era el escenario de aquella batalla del fin del mundo del mito nórdico del Ragnarök que había plasmado Wagner en su ópera “El Crepúsculo de los Dioses”. En ese momento estos estaban envueltos en una espiral de violencia sin sentido con el único propósito de no ceder un ápice poder a costa de la vida de cualquiera: civiles inocentes, soldados y sobre todo ellos mismos. Sabían que habían cometido tal cantidad de crímenes que su única salida era seguir con la lucha desesperada ya que no iban a recibir clemencia, por lo que decidieron arrastrar a toda la nación alemana con ellos.

Para hacer frente a aquella desesperada defensa final se habían reunido los últimos recursos disponibles: una mezcla de unidades de la Wehrmacht y la Waffen SS, que incluían a voluntarios extranjeros, los batallones del Volkssturm, la “fuerza de ataque del pueblo” formado por civiles no aptos para prestar servicio militar regular, que estaban mal armados y apenas equipados, junto a los niños de las Hitlerjugend. En total la defensa estaba formada por 766.750 soldados, con 1.519 vehículos blindados y 9.303 piezas de artillería.

Por su parte el Ejército Rojo, encabezado por sus mejores y más competentes oficiales como Georgi Zhúkov, Iván Kónez, Vasili Chuikov y Konstantín Rokossovski había reunido para el ataque a la guarida de la Bestia Fascista, a un millón y medio de soldados, que contaban con más de 6.000 tanques y cañones autopropulsados y 41.000 piezas de artillería.

Stalin, tras engañar al confiado Eisenhower de que sus intenciones no eran apoderarse de Berlín, lanzó a las fuerzas soviéticas desde las orillas del río Oder en la última gran ofensiva de la guerra. Espoleando la rivalidad entre sus generales, estos competían para que fueran sus soldados quienes hicieran hondear la bandera Roja sobre la cúspide del Reichstag. El edificio del parlamento alemán, lugar donde precisamente Hitler, de una manera democrática, había llegado al poder para luego extender su diabólica dictadura sobre el pueblo alemán.

Aunque el ejército alemán ha resistido valientemente en las alturas de Seelow, el rodillo rojo los aplasta. Y a estos se les juntan miles de civiles que huyen hacia el oeste de las “hordas rojas” como las llama la propaganda de Goebbels en uno de los éxodos más grandes y desconocidos del siglo XX. En la ciudad la sangrienta lucha se libra calle a calle, casa a casa, mientras los tribunales volantes ejecutan a los derrotistas y desertores.

El 1 de mayo de 1945 la bandera roja hondeaba sobre el Reichstag, mientras en los pasillos y estancia del edificio aún se combatía. El día antes el fuhrër: Adolf Hitler, se había suicidado junto a su amante. El 2 de mayo a las 8:45 horas el general Helmuth Weidling rinde de manera incondicional la ciudad al general Vasili Chuikov. La batalla de Berlín ha terminado.


La obra:
Uno de los motivos por los que Antony Beevor es uno de mis historiadores preferidos, es su manera clara y sencilla de explicar los acontecimientos. Por una parte la visión global que ofrece de la batalla, relatando y relacionando las decisiones estratégicas en las altas esferas de poder, mostrando la dualidad entre lo que estaba ocurriendo en el Fuhrërbunker o en el Kremblin o en los cuarteles generales de los mandos de los ejércitos enfrentados, junto con lo que  ocurría a pie de calle o entre los bosques de pinos al sur de Berlín a los soldados y civiles, mostrándonos además la estrecha relación de ambos planos.

Por otro lado Beevor no solo se limita a relatarnos los sucesos, sino que nos razona los motivos por los que ocurrieron basándose en la información existente. Y ese es el trabajo de un buen historiador: dar una explicación (plausible y basada en los datos con los que cuenta) de los episodios que estudia. Su trabajo es aclararnos las acciones que hicieron los protagonistas de la historia. Que hicieron y porqué lo hicieron y analizar estos hechos desde su punto de vista y si es posible desde el nuestro. Dando luz a las tinieblas de la historia. Y en eso Beevor se nos revela como un maestro. Nos indica la posible motivación de Stalin por apoderarse de Berlín: ya no como el premio político y venganza por la traición que para él (a nivel personal) supuso el ataque sobre la URSS en 1941, sino su intención de apoderarse de las investigaciones nucleares alemanas que estaban guardadas en el Instituto de Física Kaiser Wilhelm situado en Dahlem e incorporarlas a la operación Borodino, el proyecto homólogo soviético al Proyecto Manhattan. Y nos desvela la campaña sistemática de violaciones que sufrieron las mujeres alemanas tras la llegada del Ejército Rojo. Pero no solo como un acto de venganza individual y espontánea, sino como una consecuencia de la propaganda anti-alemana que había sido objeto el soldado. Hasta que las autoridades soviéticas se dieron cuenta que eso podría comportar un grave rechazo de la población hacia los siguientes dirigentes del país e intentaron detenerlas.


La edición:
Como suele suceder en la obra de Antony Beevor, Memoria Crítica tiene una edición cuidada de su obra. Pero al contrario de lo que ocurre con otros títulos como “El Día D. La batalla de Normandía” o “Stalingrado”, los mapas de la obra se encuentran agrupados en las últimas páginas del libro, lo que obliga al lector a ir de un extremo a otro de la obra si quiere comprender con mayor facilidad los movimientos de los ejércitos en su aproximación a Berlín.


Aproximación personal:
Con el fin del III Reich uno de los regímenes más brutales y criminales de la historia se derrumbaba para siempre. Cuando Albert Speer dijo “La historia siempre concede una mayor importancia a los acontecimientos terminales” se refería que en el último acto de la vida o de la historia, se puede ver reflejado el comportamiento que ha tenido hasta entonces: de dignidad o vileza. ¿Cómo podríamos definir el fin del gobierno nazi? Acorralados, sin ningún tipo de piedad arrojaron a las llamas al pueblo alemán. Las últimas órdenes de Hitler eran convertir en un erial su propio país y solo la acción de Speer y otros que veían lo inútil y cruel de aquella estrategia de guerra quemada, lo impidieron. Dentro de su locura, el Fuhrër, quien se había erigido como el líder incuestionable de la nación, decidió que su pueblo tenía que tener su mismo destino. Y si el moría, el pueblo debía de ser arrastrado tras él.

LL. C. H.

Puntuación: 5 (sobre 5)
Título: Berlín. La caída: 1945
Título original: Berlín. The downfall, 1945
Autor: Antony Beevor
Traductor: David León Gómez
Año: 2002
Editorial: Memoria Crítica, (2002)
Páginas: 542
ISBN: 84-8432-365-X

sábado, 2 de febrero de 2013

Stalingrado hace 70 años


Los alemanes que ocupaban uno de los edificios se resistían tan tenazmente que hubo que hacerlos volar junto con los pesados muros del edificio. Bajo un terrible fuego de los defensores alemanes que podían percibir su propia muerte, seis zapadores llevaron a manos diez puds de explosivos e hicieron saltar el edificio. Cuando recuerdo por un momento aquella imagen – el teniente de zapadores Chermakov, los sargentos Dubovy y Bugaiev y los zapadores Klimenko, Yukov y Messereshvili, arrastrándose bajo el fuego a lo largo de los muros derribados, cada uno de ellos con veinticinco kilos de muerte; cuando imagino sus rostros sudorosos y sucios, sus andrajosas guerreras; cuando recuerdo cómo gritaba al sargento Dubovy: «¡Hey, zapadores, no tengáis miedo!»; y Yukov respondía, torciendo la boca y escupiendo polvo: «No hay tiempo para asustarse ahora. ¡Deberíamos haberlo tenido antes!» –, siento gran orgullo por ellos.


Aquí, donde el significado de la medida ha cambiado, donde un avance de unos pocos metros es tan importante como muchos kilómetros en las circunstancias normales, donde la distancia al enemigo en una casa próxima se cuenta a veces en una docena de pasos, la situación de los puestos de mando de la división también ha cambiado. El cuartel general de la división está a doscientos cincuenta metros del enemigo; y los puestos de mando de los regimientos y batallones están aún más cerca. «Si se interrumpen las comunicaciones, es fácil comunicarse con los regimientos a viva voz – dice bromeando un hombre del cuartel general –. Gritas y te oyen, y pasan la orden a sus batallones, también de vivía voz.» … Y en esta catacumba donde todo tiembla continuamente por las explosiones se inclinan sobre los mapas, y un oficial de señales, siempre presente en todos los ensayos donde la guerra, grita: «¡Luna, luna!», y un correo está sentado humildemente en la esquina, con un cigarrillo de majorka en la mano, rehuyendo la mirada y tratando de no exhalar el humo en dirección a los oficiales.


A la luz de los cohetes se ven los edificios destruidos, la tierra cubierta de trincheras, los búnkeres en los riscos y desfiladeros, profundos agujeros protegidos del mal tiempo con planchas de hojalata y madera.
            – Eh, ¿podéis oírme? ¿Han traído la cena? – pregunta un soldado, sentado a la entrada del búnker.
            – Salieron ya hace tiempo a traerla, y mira, todavía no han vuelto – responde una voz desde la oscuridad.
            – Habrán tenido que ocultarse en algún sitio, o no regresarán nunca. El fuego enemigo en torno a la cocina de campaña es demasiado intenso.
            – ¡Qué cobardes! Necesito cenar – dice con una voz triste el soldado sentado, y bosteza…

Fragmento del artículo “La batalla de Stalingrado”
De Vasili Grossman en el periódico “Estrella Roja”
Octubre de 1942


El 31 de enero de 1943 Friedrich Whilhelm Ernst Paulus, Generalfeldmarschall del 6º Ejército Alemán, se rendía en las ruinas de la ciudad de Stalingrado. El 2 de febrero, hoy hace 70 años, lo hacían los últimos combatientes situados en los escombros de la fábrica de tractores Octubre Rojo.

En las estepas cercanas a la ciudad y entre sus edificios, parques y calles, se habían enfrentado dos de los regímenes totalitarios más despiadados del siglo XX en una batalla brutal cuyas pérdidas humanos son espeluznantes. Hasta el colapso de la Unión Soviética no se pudo calcular las bajas soviéticas, que se estiman de cerca de dos millones, entre soldados y civiles. El Ejército Rojo sufrió 478.741 muertos y desaparecidos, de los unos 13.000 ejecutados por cobardía, deserción o colaboracionismo, más 650.878 heridos, mientras que la cifra entre civiles es de 750.000 muertos y heridos. De las fuerzas del eje perdieron 300.000 hombres, Alrededor de 35.000 heridos evacuados, 150.000 caídos en combate y casi 100.000 prisioneros. De los 91.000 cautivos dentro de la bolsa de la ciudad, y solo regresaron a Alemania entre 5 y 6.000 en la década de los cincuenta. A esto se le ha de sumar las 300.000 bajas sufridas entre los Grupos de Ejército A, B y del Don.


Para recordar tales hecho, en uno de las posiciones más emblemáticas para ambos bandos, sobre el Mamáyev Kurgán o “túmulo de Mamái”, conocido por los alemanes como Cota 102.0, escenario de encarnizados combates durante la batalla de Stalingrado, tomado y retomado en varias ocasiones. Tras el fin de los combates se aró el terreno y se cree que había entre 500 y 1.250 piezas de metralla por metro cuadrado y el suelo permaneció ennegrecido durante varias primaveras y la hierba tardó en crecer en sus laderas machacadas por la artillería. Allí se erigió sobre ella la Estatua de la Madre Patria o “¡La Madre Patria Llama!”. Un gigantesco monumento que empezó a construirse en 1959 y fue inaugurada el 15 de octubre de 1967. Su altura es de 85 metros, está compuesta por 5.500 toneladas de hormigón y 2.400 de metal, mientras que la espada, de acero inoxidable, mide 33 metros y pesa 14 toneladas. En el complejo hay una cápsula del tiempo con mensajes de soldados y civiles que lucharon en la batalla y que se abrirá en el 2045, cien años después de la derrota del nazismo. También se encuentran los nombres de 7.200 defensores tallados en baldosas de basalto rojo. Y al final de todo, en la plaza del Dolor está el mausoleo del mariscal Vasily Chuikov, comandante del 62º ejército que defendió la ciudad.

LL.C.H.

El fragmento del artículo de Vasili Grossman están extraído de ‘Un escritor en guerra’, editado por Memoria Crítica, 2006, de Antony Beevor y Luba Vinogradova.

Los datos han sido extraídos de la Wikipedia, así como del Libro ‘El sitio de Stalingrado 1942’ de Peter Antill, de Osprey Publishing & RBA 2009.