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jueves, 20 de junio de 2013

Invasión 1944

La visión alemana


            Del lado alemán, no se captaron suficientemente las transformaciones operadas en la guerra moderna a la hora de evaluar las vinculaciones entre las fuerzas de tierra, mar y aire.
            Adolf Hitler, el jefe supremo, tenía una mentalidad continental, y permanecía aferrado aún por las reminiscencias de la guerra de posiciones de la Primera Guerra Mundial. Una lucha llevada a cabo contra todo el mundo con las tres armas, pero dando primacía al motor en tierra y en el aire, superaba las posibilidades económicas y técnicas de Alemania. Es lo que Hitler no quería reconocer. Divisiones insuficientemente motorizadas, propias de guerras anteriores, fueron obligadas a hacer frente a un mundo mecanizado. 4.000 kilómetros de costas y fronteras enemigas debían ser defendidas por 60 divisiones de estructura arcaica. Una Luftwaffe formada por 90 cazas y 70 bombarderos (al principio de la invasión) tenían por misión limpiar el espacio aéreo y proteger a las fuerzas terrestres. En la primavera de 1944, el OKW se vio obligado a impartir la siguiente orden: «Todo avión en el aire debe ser tratado como enemigo».
            La falta de escrúpulos y amateurismo del comandante en jefe marcharon a la par.
            Durante las primeras semanas después de la invasión, el Führer y el OKW emitieron sus órdenes desde Berchtesgarden y luego desde Prusia Oriental. Las distancias y la imposibilidad de enlaces aéreos, se convirtieron en inconvenientes mucho más graves aún que los sufridos por el mando supremo alemán, sumamente criticado por encontrarse en Luxemburgo, durante la Batalla del Marne, en 1914.
            El caos resultante de los combates que libraban algunas facciones dentro de la Wehrmacht con los jefes nacionalsocialistas, afectaba a la claridad en las órdenes y era contrario al principio del mando, lo único que generaba era la fragmentación de la autoridad, quien lo acababa pagando era el hombre que estaba en primera línea.
            La confianza entre el mando y la tropa fue reemplazada por la coacción, la mentira, el tribunal política y el consejo de guerra. La satisfacción que provocaba en los escalones subordinados el sentimiento de responsabilidad y el ejercicio de la iniciativa, que antaño suponía un honor para el soldado alemán, quedó absolutamente aniquilada.
            Con semejante situación y haciendo balance de las fuerzas presentes, sólo una estrategia de alto vuelo, desprovista de connotaciones políticas, podía haber aportado algún medio de salvación. En lugar de esto, se siguió batallando en todos los teatros de operaciones. Decisiones estratégicas tomadas a tiempo habrían podido evitarnos los destructores golpes del enemigo. En el Este, habríamos tenido que acortar el frente sin dudarlo y luego fortificar el frente defensivo, constituyendo unas potentes reservas. En el Sur, se habría tenido que mantener la línea Pisa-Florencia-Adriático, y luego la de los Alpes. Finalmente, en el Oeste, primeramente deberíamos evacuar la Francia situada al sur del Sena, constituyendo una agrupación de maniobra en el ala oriental, previendo posiciones de repliegue y de defensa.
            Sin embargo, Hitler, llevado por su política y su propaganda, actuó sin la lucidez necesaria, rechazando todo compromiso. Exigió mantener las posiciones a cualquier precio, inmovilizando a 200.000 hombres en la defensa de las llamadas «fortalezas». Todo ello comportó el agotamiento físico, intelectual y moral del combatiente en el frente. Se produjo un proceso de desangramiento de las tropas, como en el invierno ruso de 1942-1943. Debía lucharse a la defensiva, sin suficiente capacidad de fuego y sin poder esperar apoyo. Era una auténtica guerra de mendigos.
            En lo relativo a la conducción superior de las operaciones, Hitler no dio ninguna directiva de largo alcance. Se limitó a impartir órdenes tácticas de detalle, que alcanzaba hasta el punto más bajo de la escala. En la mayoría de las ocasiones, estas órdenes quedaban superadas en el tiempo y el espacio. Con semejantes métodos y sin consideración por la dignidad del hombre y del soldado, no era posible llegar a la confianza que es indispensable en el fragor de la batalla.
(Pág. 201-203)


La obra:
Speidel es sin duda uno de esos espectadores excepcionales de la historia. Y su texto es una lectura más que recomendable (tal vez imprescindible) al haber sido escrita por uno de los protagonistas y testigo de primera mano de importantes acontecimientos de la 2ª Guerra Mundial. Además su ensayo es un análisis lúcido y (en ocasiones) ecuánime y exacto de la situación y la estructura del III Reich. Además de ágil de leer.

Podemos dividir la información que nos ofrece, siempre entrelazada a lo largo del texto, en tres importantes temas. Inicia sus memorias con una visión global del estado nacionalsocialista: la división de poderes para que Hitler gobernara sobre todos. De manera que la mano derecha no conocía lo que hacía la izquierda, y así poder controlar todos y cada uno de los aspectos del país. Siendo eso precisamente lo que hizo que su régimen se derrumbara (solo de imaginar que su dirección de la guerra hubiera sido más eficaz, hace que se me ericen los pelos de la nuca).

Otro de los acontecimientos que narra es su implicación en el golpe de estado del 20 de julio. Como parte de los que urdieron el complot, es aquí un testigo de primera mano de los contactos, sobre todo con el propio Rommel, que hubo entre los conspiradores para llevar a cabo su plan para acabar con Adolf Hitler.

Y finalmente nos relata lo que vivió frente a la operación Overlord, como jefe del Estado Mayor del Grupo de Ejércitos B al mando de los mariscales Rommel, von Kluge y Model sucesivamente e involucrado directamente en la dirección de la batalla. Hace un repaso a la situación del ejército alemán, de su organización y despliegue antes del desembarco aliado. Así como a las operaciones alemanes y las decisiones al más alto nivel de estos durante el Día D y los meses que siguieron; la batalla de Caen, la ofensiva de Mortain, la bolsa de Falaise o la caída de París.

Las referencias a Rommel no esconden la admiración, llevada a la idealización, de su subordinado, con el que le unía una estrecha relación lo que deja bien claro el texto. Por eso mismo se ha de tener cautela a la hora de leer esta parte, ya que su punto de vista está dominado por una admiración y amistad por parte del autor, sin detenerse en verlo desde un punto de vista más ecuánime.

Es una lectura más que recomendable, sobre todo se ha de tener en cuenta desde un punto de vista de unas memorias personales. Y por tanto sesgadas debido precisamente a este tipo de ensayos. Pero curiosamente la parte de análisis de la situación interna de Alemania es fiel y ecuánime. Posiblemente una consecuencia de la enseñanza de Speidel como oficial de estado mayor a la hora de examinar la situación para poder adaptarse a cada situación. Sin embargo arremete siempre contra las decisiones de Hitler (acertadamente), pero sin hacer una autocrítica del propio bando alemán, dando la culpa única y exclusivamente al Führer. Él mismo era nacionalista alemán, y aunque rechazaba las políticas raciales nazis, sí estaba de acuerdo con la denuncia del Tratado de Versalles y la lucha contra Francia.

Algo curioso a lo largo de todo el texto es que el autor habla de la parte “humana” de las personas, refiriéndose a la ética, la compasión por los demás, la afinidad o la empatía del ser humano. Se refiere sobre todo a las personas que aprecia y murieron durante aquella lucha. Y es curioso que aunque no lo haga explícitamente, todo el rato (por lo menos yo como lector) no dejo de compararlo con la inhumanidad que desprende Hitler.


La edición:
Inédita Ediciones suele tener una presentación impecable en sus libros, sobrios, con encuadernaciones en cartoné (o tapa dura) y normalmente acompañados de varias páginas con fotografías. Pero la primera edición que nos frecen de ‘Invasión 1944’ no tiene un acabado muy cuidado. Sobre todo siendo un libro tan importante dentro de la historiografía militar de la 2ª Guerra Mundial me han faltado más notas a pie de página con aclaraciones de las personas mencionadas. Curiosamente solo tiene una en la página 136 sobre Karl Heinrich von Stülpnagel y alguna más a partir de ese punto sobre varias citas literarias. Además en varias ocasiones valían el ‘junio’ y el ‘julio’ de manera algo desorientadora para el lector. No suelo quejarme con estas cosas (sobre todo porque yo soy el primero en cometer estos errores), pero me sorprende en Inédita, más teniendo en cuenta que se habla de acontecimientos estrechamente ligados a fechas: movimientos de tropas o el atentado del 20 de julio.

Fuera del prólogo rubricado por Ernst Jünger, la edición tampoco tiene una introducción especial, aunque sea aclaratoria para los no entendidos en historia militar, sobre quien era y quien fue el general Hans Speidel (salvo la leyenda de la portada). Más teniendo en cuenta que estamos ante un estudio lúcido e interesante de los acontecimientos que dominaron la mitad del siglo XX y del que se merece un trato algo más cuidado.


Aproximación personal:
Por alguna razón que seguramente en los siguientes años cambiará, no suelo leer muchas biografías de los protagonistas de la contienda. Hasta ahora me he centrado en análisis históricos o relatos de los acontecimientos. Pero poco a poco iré eliminando esa falta en mis lecturas (por otro lado centradas en los últimos meses en re-leer los libros de mi biblioteca, y así sacarles mayor partido o rendimiento). En especial el texto de Speidel me parece por una parte un análisis interesante del país al que servía y por otro una descripción concisa de los acontecimientos que vivió su protagonista. Aun así hay partes, sobre todo las relacionadas con Rommel que no tiene un ápice de autocrítica, aunque el resto del texto suple esta carencia con creces.

Este libro, publicado muy pocos años después de la guerra ha tenido por tanto, ha tenido una fuerte influencia en los historiadores y estudios posteriores, por lo que su lectura es muy casi imprescindible. Su defensa a ultranza del Rommel, revela una gran admiración por su superior, lo que falta por tanto una justa revisión crítica.

 
LL. C. H.


Puntuación: 5 (sobre 5)
Título: Invasión 1944
Título original: Invasion 1944: Ein Beitrag zu Rommel und des Reiches Schicksal
Autor: general Hans Speidel
Traductor: Enrique Ruiz Guiñazú y Miguel Salarich
Año: 1949 (Rainer Wunderlich Verlag. Hermann Leins. Tübingen)
Editorial: Inédita Ediciones (2009)
Páginas: 214
ISBN: 978-84-92400-40-9

miércoles, 12 de junio de 2013

Sainte-Mère-Église


Heráldica de la guerra


01:40 horas del 6 de junio de 1944.

                Oleada tras oleada pasaron las formaciones. Eran los primeros aviones de la mayor operación aerotransporta jamás llevada a cabo hasta entonces: 882 aparatos que llevaban a trace mil hombres. Estos soldados de la 101ª y la 82ª Divisiones Aerotransportadas estadounidenses se dirigían a seis zonas de lanzamiento situadas en un radio de pocos kilómetros alrededor de Ste.-Mère-Église. Los soldados fueron saltando de los aviones, uno tras otro. Y mientas descendían y aterrizaban alrededor del pueblo, gran parte de ellos oyeron un incongruente sonido elevándose entre el fragor de la batalla: el tañido de una campana en la noche. Para muchos sería lo último que oyeran. Algunos soldados, arrastrados por una fuerte ráfaga de viento, cayeron en el infierno de la Place de l’Église, ante los fusiles de los centinelas alemanes colocados allí por una trágica fatalidad. El teniente Charles Santarsiero, que pertenecía al 506º regimiento de la 101ª División, estaba de pie en la puerta de su avión mientras pasaba por Ste.-Mère-Église. «Volábamos a ciento cincuenta metros de altura, y podía ver un gran incendio y a los alemanes corriendo debajo. Parecía haber una total confusión en tierra, se había armado una gorda. Nos disparaban con las antiaéreas y las armas cortas, y los pobres muchachos iban a caer directamente ahí en medio.»
                Casi en el momento de dejar su avión, el soldado John Steele, del 505º Regimiento de la 82ª División, vio que en vez de caer en una zona iluminada iba a hacerlo en el centro de un pueblo que parecía estar ardiendo. Entonces divisó a los soldados alemanes y a los civiles franceses corriendo frenéticamente y la mayoría, o eso le pareció, miraban hacia él. Instantes después sintió algo «parecido al corte de un afilado cuchillo». Una bala le había alcanzado en el pie. Luego se dio cuenta de algo que aún le alarmó más. Balanceándose colgando de sus arreos, comprendió sin poder hacer nada que su descenso le llevaba directamente al campanario de la iglesia, que estaba en un lado de la plaza.
(…)
                A los alemanes debió parecerles Ste.-Mère-Église era el objetivo del asalto de los paracaidistas, y lo cierto es que los vecinos que estaban en la plaza se creyeron atrapados en el centro de una importante batalla. La verdad es que muy pocos americanos, tal vez treinta, cayeron en el pueblo, y no más de veinte en la plaza. Sin embargo, fueron suficientes para crear el pánico en la guarnición alemana compuesta por cien hombres. Los refuerzos se precipitaron a la plaza, que parecía ser el punto principal del ataque y, según Renaud, algunos alemanes, al llegar de repente al sangriento escenario perdieron el control.
                Un paracaidista cayó en un árbol a unos cincuenta metros del lugar donde se encontraba el alcalde; casi inmediatamente, mientas intentaba frenéticamente desembarazarse de sus arreos, fue localizado. Como Renaud refirió «alrededor de media docena de alemanes vaciaron los cargadores de sus fusiles sobre él, y el muchacho quedó colgando con los ojos abiertos, como si mirara los agujeros que le habían hecho las balas».
                Atrapados en medio del tiroteo, los vecinos de la plaza no fueron conscientes de que por encima de sus cabezas seguía pasando la flota aerotransportada. Miles de hombres estaban saltando sobre las zonas de lanzamiento de la 82ª División, al noroeste del pueblo, y de la 101ª, al este y ligeramente a oeste, entre Ste.-Mère-Église y la playa Utah. De vez en cuando, debido a la dispersión del lanzamiento, paracaidistas de casi todos los regimientos caían en el pueblo. Uno o dos de estos hombres, cargados con municiones, granadas y explosivos plásticos, fueron a dar sobre el incendio de la casa. Al estallar la munición se oyeron breves chillidos, una serie explosiones y fuego de fusilería. 

                En medio de este horror y confusión, había un hombre en una posición especialmente precaria. El soldados Steele, con su paracaídas sujeto en el campanario de la iglesia, veía a los alemanes y los americanos disparándose en la plaza y en las calles adyacentes. Y casi paralizado por el terror, observó el rojo centelleo de las ametralladoras al tiempo que sentía a su alrededor el silbido de balas perdidas. Intentó desasirse, pero sin saber cómo, su cuchillo se deslizó de su mano y cayó a la plaza. Entonces Steele decidió que su única esperanza pasaba por hacerse el muerto. En los tejados, a pocos metros de distancia, las ametralladoras alemanas disparaban sobre todo lo que se les ponía al alcance, pero no a Steele. Se hizo el «muerto» en sus arreos de manera tal real, que el teniente Willard Young, de la 82ª División, recordaría al cabo de los años al «paracaidista muerto que colgaba del campanario». Permaneció en esa posición durante más de dos horas antes de que lo hicieran prisionero los alemanes. La tensión que le dominaba y el dolor que le producía la herida en el pie no le dejaban oír el tañido de la campana, que estaba a pocos metros de su cabeza.
(Pág. 151-154)


                En Ste.-Mère-Église, mientras los vecinos observaban tras los postigos cerrados, los paracaidistas del 505º Regimiento de la 82ª División se deslizaban cautelosamente por las desiertas calles. Ahora la campana de la iglesia estaba silenciosa. En el campanario colgaba fláccido el solitario paracaídas del soldado John Steele, y de vez en cuando saltaban ardientes brasas de la casa del señor Hairon, silueteando brevemente los árboles de la plaza. Alguna bala silbaba en la noche, pero era el único sonido: reinaba un incómodo silencio.
(…)
                [El teniente coronel Edward] Krause sacó una bandera americana del bolsillo. Esta vieja y gastada, era la misma que habían ondeado en Nápoles cuando entró el 505º. Leds había prometido a sus hombres que «antes del amanecer del Día D esta bandera ondeará en Ste.-Mère-Église». Se encaminó al ayuntamiento y en el asta colocada junto a la puerta, izó la bandera. No hubo ceremonia. En la plaza de los paracaidistas muertos había terminado la lucha. Las barras y estrellas ondeaban en el primer pueblo de Francia liberado por los estadounidenses.
                En el Cuartel General del 7º Ejército alemán, en Le Mans, se recibió un mensaje del general Marcks del 84º Cuerpo que decía:
                «Cortadas las comunicaciones con Ste.-Mère-Église…»
                Eran las cuatro y medio de la mañana.
(Pág. 180-182)


Aproximación Personal:
Los sucesos en Sainte-Mère-Église han quedado como parte de la leyenda de la 2ª Guerra Mundial y en especial del Día D y la batalla de Normandía. Ciertamente el suceso casual del aterrizaje de los paracaidistas en plena plaza no fue peor destino que muchos otros compañeros: abatidos por el fuego antiaéreo alemán, ahogados en las marismas de la península de Cotentin, o incluso en el mismo océano. Pero esta vez hubo testigos que vieron descender a estos “soldados del cielo”. Además Sainte-Mère-Église era uno de los objetivos del Día D al ser el cruce de caminos que salía de la playa Utah y a la postre el primer pueblo liberado de la Francia continental.

Actualmente en esta pequeña población de la Baja Normandía se encuentra el ‘Musée Airborne’ en memoria de las tropas aerotransportadas de la 82ª y 101ª divisiones que liberaron la villa. Además en la iglesia de Nuestra Señora de la Asunción, permanece colgado del campanario un maniquí con un paracaídas que representa a John Steele. En el interior la vidriera del crucero norte están representados dos paracaidistas junto a la Virgen María y otro está dedicado al regimiento 505ª de la 82ª División junto al Arcángel Miguel. Y el escudo heráldico del pueblo muestra la iglesia con la letras A & M, flanqueada por dos estrellas descendiendo en paracaídas con fondo azul, con el leopardo, símbolo de la región, sobre gules.

Tal vez estos sean los mayores tributos por parte de la población que fue liberada por aquellos paracaidistas que cayeron del cielo durante la negra noche de la ocupación nazi.

LL. C. H.

Autor: Cornelius Ryan
Editorial: Inédita ediciones