Los
alemanes que ocupaban uno de los edificios se resistían tan tenazmente que hubo
que hacerlos volar junto con los pesados muros del edificio. Bajo un terrible
fuego de los defensores alemanes que podían percibir su propia muerte, seis
zapadores llevaron a manos diez puds
de explosivos e hicieron saltar el edificio. Cuando recuerdo por un momento
aquella imagen – el teniente de zapadores Chermakov, los sargentos Dubovy y
Bugaiev y los zapadores Klimenko, Yukov y Messereshvili, arrastrándose bajo el
fuego a lo largo de los muros derribados, cada uno de ellos con veinticinco
kilos de muerte; cuando imagino sus rostros sudorosos y sucios, sus andrajosas
guerreras; cuando recuerdo cómo gritaba al sargento Dubovy: «¡Hey, zapadores,
no tengáis miedo!»; y Yukov respondía, torciendo la boca y escupiendo polvo:
«No hay tiempo para asustarse ahora. ¡Deberíamos haberlo tenido antes!» –,
siento gran orgullo por ellos.
Aquí,
donde el significado de la medida ha cambiado, donde un avance de unos pocos
metros es tan importante como muchos kilómetros en las circunstancias normales,
donde la distancia al enemigo en una casa próxima se cuenta a veces en una
docena de pasos, la situación de los puestos de mando de la división también ha
cambiado. El cuartel general de la división está a doscientos cincuenta metros
del enemigo; y los puestos de mando de los regimientos y batallones están aún
más cerca. «Si se interrumpen las comunicaciones, es fácil comunicarse con los
regimientos a viva voz – dice bromeando un hombre del cuartel general –. Gritas
y te oyen, y pasan la orden a sus batallones, también de vivía voz.» … Y en
esta catacumba donde todo tiembla continuamente por las explosiones se inclinan
sobre los mapas, y un oficial de señales, siempre presente en todos los ensayos
donde la guerra, grita: «¡Luna, luna!»,
y un correo está sentado humildemente en la esquina, con un cigarrillo de majorka en la mano, rehuyendo la mirada
y tratando de no exhalar el humo en dirección a los oficiales.
A
la luz de los cohetes se ven los edificios destruidos, la tierra cubierta de
trincheras, los búnkeres en los riscos y desfiladeros, profundos agujeros
protegidos del mal tiempo con planchas de hojalata y madera.
– Eh, ¿podéis oírme? ¿Han traído la
cena? – pregunta un soldado, sentado a la entrada del búnker.
– Salieron ya hace tiempo a traerla,
y mira, todavía no han vuelto – responde una voz desde la oscuridad.
– Habrán tenido que ocultarse en
algún sitio, o no regresarán nunca. El fuego enemigo en torno a la cocina de
campaña es demasiado intenso.
– ¡Qué cobardes! Necesito cenar – dice con una voz triste
el soldado sentado, y bosteza…
Fragmento del
artículo “La batalla de Stalingrado”
De Vasili
Grossman en el periódico “Estrella Roja”
Octubre de 1942
El
31 de enero de 1943 Friedrich Whilhelm Ernst Paulus, Generalfeldmarschall del
6º Ejército Alemán, se rendía en las ruinas de la ciudad de Stalingrado. El 2
de febrero, hoy hace 70 años, lo hacían los últimos combatientes situados en
los escombros de la fábrica de tractores Octubre Rojo.
En
las estepas cercanas a la ciudad y entre sus edificios, parques y calles, se
habían enfrentado dos de los regímenes totalitarios más despiadados del siglo
XX en una batalla brutal cuyas pérdidas humanos son espeluznantes. Hasta el
colapso de la Unión Soviética no se pudo calcular las bajas soviéticas, que se
estiman de cerca de dos millones, entre soldados y civiles. El Ejército Rojo
sufrió 478.741 muertos y desaparecidos, de los unos 13.000 ejecutados por
cobardía, deserción o colaboracionismo, más 650.878 heridos, mientras que la
cifra entre civiles es de 750.000 muertos y heridos. De las fuerzas del eje
perdieron 300.000 hombres, Alrededor de 35.000 heridos evacuados, 150.000
caídos en combate y casi 100.000 prisioneros. De los 91.000 cautivos dentro de
la bolsa de la ciudad, y solo regresaron a Alemania entre 5 y 6.000 en la década
de los cincuenta. A esto se le ha de sumar las 300.000 bajas sufridas entre los
Grupos de Ejército A, B y del Don.
Para
recordar tales hecho, en uno de las posiciones más emblemáticas para ambos bandos,
sobre el Mamáyev Kurgán o “túmulo de Mamái”, conocido por los alemanes como
Cota 102.0, escenario de encarnizados combates durante la batalla de
Stalingrado, tomado y retomado en varias ocasiones. Tras el fin de los combates
se aró el terreno y se cree que había entre 500 y 1.250 piezas de metralla por
metro cuadrado y el suelo permaneció ennegrecido durante varias primaveras y la
hierba tardó en crecer en sus laderas machacadas por la artillería. Allí se
erigió sobre ella la Estatua de la Madre Patria o “¡La Madre Patria Llama!”. Un gigantesco monumento que empezó a
construirse en 1959 y fue inaugurada el 15 de octubre de 1967. Su altura es de
85 metros, está compuesta por 5.500 toneladas de hormigón y 2.400 de metal,
mientras que la espada, de acero inoxidable, mide 33 metros y pesa 14
toneladas. En el complejo hay una cápsula del tiempo con mensajes de soldados y
civiles que lucharon en la batalla y que se abrirá en el 2045, cien años después
de la derrota del nazismo. También se encuentran los nombres de 7.200
defensores tallados en baldosas de basalto rojo. Y al final de todo, en la
plaza del Dolor está el mausoleo del mariscal Vasily Chuikov, comandante del
62º ejército que defendió la ciudad.
LL.C.H.
El
fragmento del artículo de Vasili Grossman están extraído de ‘Un escritor en
guerra’, editado por Memoria Crítica, 2006, de Antony Beevor y Luba
Vinogradova.
Los
datos han sido extraídos de la Wikipedia, así como del Libro ‘El sitio de
Stalingrado 1942’ de Peter Antill, de Osprey Publishing & RBA 2009.
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