Las
primeras fuerzas francesas que participaron en la liberación de su nación en la
noche del 5 de junio de 1944 fueron los integrantes del SAS, que fueron
lanzados en Bretaña, muy por detrás de las líneas alemanas. Pero en 1941 la
primigenia compañía de paracaidistas, que formarían parte de la futura brigada
del SAS (Servicio de Acción Especial), estuvo a punto de no integrarse en esta unidad
británica.
El Legendario coronel David
Stirling, fundador de SAS, que acababa de reunir al que sería precursor de este
cuerpo armado, el llamado Long Range
Desert Penetration Group. Su labor había sido hacer en tierra lo que la RAF
no podía hacer desde el aire, es decir, destruir los aviones de la Luftwaffe que servía de apoyo al Afrika Korps de Rommel.
Las primeras incursiones dirigidas
por Stirling tras las líneas alemanas habían dado resultados tan espectaculares
que recibió autorización para doblar sus efectivos.
Pero ¿dónde encontraría al tipo de
hombres bien entrenados y motivados que necesitaba?
A Stirling le parecieron ideales
Berger y sus cien paracaidistas de la Francia Libre. Berger y sus hombres, por
su parte, se mostraron totalmente de acuerdo en integrar el cuerpo de élite.
Pero había un problema: De Gaulle acababa de tener uno de sus habituales
enfrentamientos con los ingleses, y había jurado que nunca permitiría que
ningún soldado francés que estuviera bajo su mando volviera a servir a
superiores británicos.
Pese a ello, Stirling decidió ir a
Beirut y hacer una visita al general. Le planteó sus razonamientos de la manera
más convincente que pudo, y De Gaulle lo escuchó atentamente y se mostró
comprensivo. Conocía de sobras el trabajo y la reputación de Stirling, pero aun
así le dijo que, por lo que a él respectaba, su petición era inaceptable.
De Gaulle acompañó a la puerta a un
cariacontecido Stirling, que comentó que era la primera vez en su vida que como
escocés testarudo no había conseguido lo que se había propuesto.
– ¿Escocés? – le preguntó De Gaulle
–. ¿Por qué no me lo ha dicho antes? Vuelva a entrar, por favor.
Y así fue cómo, en recuerdo de la
antigua alianza francesa con María, reina de los escoceses, Stirling consiguió
sus cien paracaidistas franceses.
(pags.
119-120)
El
orgulloso y arrogante general francés fue un quebradero de cabeza de británicos
y norteamericanos. Consideraban, y probablemente con razón, que hacía su propia
guerra para liberar Francia e impedir que esta cayera bajo el influjo
comunista. Pero se le ha de reconocer que su actitud permitió que en 1945
representantes de Francia firmaran el acta de rendición incondicional del III
Reich como una de las potencias vencedoras en la contienda.
En
el bando alemán existía un veterano oficial, respetado como uno de los mejores
comandantes de la Werhrmacht, que como
comandante en jefe del Oeste, estaba al mando de la defensa de Francia en 1944.
Consideraba el muro del Atlántico «simplemente un burdo farol», y como buen
intelectual e inteligente oficial seguía la máxima de Federico el Grande «El que lo defiende todo no defiende nada».
Al ponerse el sol el día 6 de junio
de 1944 (…) Bien entrada la noche, el mariscal de campo Gerd von Rundstedt
convocó a sus ayudantes de campo principales a una reunión en la sala de
operaciones de su cuartel general para el frente occidental en
Saint-Germain-en-Laye. El último caballero teutón había pasado el día lejos del
estruendo y la innoble lucha del campo de batalla, examinando serenamente sus
mapas y los informes de inteligencia.
En realidad, había pasado gran parte
de la mañana de la invasión entretenido en su jardín mientras protestaba,
enfadado, por la negativa del cuartel general de Hitler a entregarle antes del
amanecer las divisiones acorazadas de las Juventudes Hitlerianas y la 12ª de
las SS.
El general Gunther Blummentritt, su
jefe de Estado Mayor, abrió la reunión informándole de la creciente convicción
del Fremde Heere West, el centro de inteligencia del frente occidental de la
Wehrmacht, y del cuartel general de Hitler, según la cual Normandía era una
maniobra de distracción estratégica, una operación para engañarlos diseñada
para forzar una reacción alemana prematura.
El viejo mariscal de campo dirigió
la información durante unos instantes y, tras analizar su mapa un par de
minutos, declaró que Hitler, sus generales y los expertos en espionaje estaban
equivocados.
Según él, no iba a haber un segundo
desembarco. Normandía era la invasión definitiva, todo lo que los aliados iban
a emprender en suelo francés. Señaló el mapa. La enorme franja de costa que los
aliados habían atacado indicaba que estaban preparando una enorme concentración
de fuerzas.
Les dijo al resto de los asistentes
que miraran las divisiones que el mando aliado había puesto en juego en el
ataque: la 1ª de Estados Unidos, las Ratas del Desierto británicas, la 6ª
Aerotransportada y la 82ª. Eran las mejores divisiones de las fuerzas aliadas.
¿Acaso iban a desperdiciar las semejantes divisiones en una operación de distracción?
Jamás.
(pag.
173)
El
aristocrático von Rundstedt, se negó a pedirle personalmente a Hitler que
activara las divisiones panzer el 6 de junio, al que llamaba “cabo bohemio”. Era
una persona ambigua, que había aceptado enormes cantidades de dinero de Hitler,
con el que compartía muchos de los prejuicios criminales. Nunca objetó al
asesino de judíos a manos de los einsatzgruppen
de las SS y como recuerda Antony Beevor en su libro ‘Día D. La batalla de
Normandía’ había hablado de las ventajas de utilizar mano de obra esclava rusa
en Francia. «Si no hacen lo que se les
manda», comentó, «se les puede pegar
un tiro sin más».
(pag.
44-45)
Fragmento:
Los Secretos del Día D
Autor:
Larry Collins (1994)
Editorial: Planeta (2005)
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